El ascenso de la abogada Wanda Vázquez Garced a la gobernación de Puerto Rico un 7 de agosto de 2019 es un evento históricamente significativo, pero no tan solo por las circunstancias que rodearon su llegada a ese puesto, o por que sea apenas la segunda mujer en lograrlo. Su mayor importancia radica en quién es ella, y de dónde proviene. Es la primera gobernante de cuello azul en nuestra existencia como pueblo.
Desde los inicios de la colonización española allá para 1508, la entonces llamada isla de San Juan Bautista ha sido gobernada por un patriciado. Partiendo de Juan Ponce de León, pasando por los capitanes generales, luego por los gobernadores militares y los civiles nombrados por los Estados Unidos a partir de 1898, nuestra gobernación siempre estuvo a cargo de hombres blancos con contactos en las altas esferas metropolitanas. A partir de 1948, el patriciado que nos ha regido se ha beneficiado del proceso electoral para legitimar su detentación del poder. A los siempre importantes contactos con la metrópoli se le añadirían las conexiones dentro de las cofradías intra-partidistas, mediante la cual los lazos vitales – ya fuesen de sangre o de afinidad ideológica – se entronizaron para facilitar que los detentadores del poder lo cediesen a sus hijos naturales o espirituales como si fuese selección natural, con la fiera exclusión de todo aquel que no pertenezca a esa micro-clase social. Una oligarquía con toques de monarquía.
De 1948 al presente, todo y nada había cambiado. A Luis Muñoz Marín – hijo de Luis Muñoz Rivera – le sucedió en la gobernación Roberto Sánchez Vilella, designado por el primero. Luevo vino Luis A. Ferré Aguayo con sus riquezas, seguido de Rafael Hernández Colón, nuevamente de la mano de Muñoz Marín, e hijo del ex-juez del Tribunal Supremo Rafael Hernández Matos, para luego ceder a Carlos Romero Barceló, nieto de Antonio R. Barceló. Tras Hernández Colón, nos llegó Pedro Rosselló González, médico, de la mano de Baltazar Corrada del Río. De ahí pasamos a Sila Calderón Serra, heredera de Hernández Colón, seguida por Aníbal Acevedo Vilá, hijo del ex-juez Salvador Acevedo. A el le seguiría Luis Fortuño Burset con sus conexiones en altas esferas sociales y metropolitanas, para luego caer ante Alejandro García Padilla, de la mano de Rafael Hernández Colón. Finalmente, Ricardo Rosselló Nevárez, hijo de Pedro Rosselló González.
El perfil de nuestros gobernadores, pues, mantiene una constante desde los días de Ponce de León. Sigue en vigencia un patriciado en el que los lazos de sangre y clase se unen a una blancura de cuatro costados como requisitos para detentar la cúspide del poder. Requisitos estos que no se limitan a los gobernantes, sino que podemos apreciar por igual en sus adversarios electorales, desde Martín Travieso en 1948 hasta David Bernier en 2016, tal vez con una solitaria excepción: el muy poco recordado Luis Negrón López. Como candidato para la gobernación por el Partido Popular Democrático en 1968, Negrón López fue sujeto de «la más dolorosa, injusta y calumniosa de todas las campañas políticas que hasta entonces se habían celebrado en Puerto Rico». Aunque llevado de la mano de Muñoz Marín, Negrón López fue un candidato mas bien de cuello azul, que del tradicional cuello blanco. Sus facciones no tan caucásicas y su extracción humilde lo hacían ajeno al patriciado, a pesar del poder acumulado desde el Senado.
En el presente, el patriciado se atrinchera en las ya mencionadas cofradías intra-partidistas, donde además gozar de buena presencia mediática y gustos caros por los lujos y la vestimenta son atributos esenciales. Por el contrario, Wanda Vázquez Garced es la típica soldado de fila que puede ser de utilidad al partido y derivar pingües beneficios por sus servicios, pero con límites. Accede a la gobernación, no gracias al presidente del Senado Thomas Rivera Schatz, sino por mandato constitucional y por estar en el lugar preciso, en el momento indicado. Ella nunca habría llegado a la gobernación por los pasillos reservados para el patriciado. No es de su clase y, por ende, se le exige ceder su silla en Fortaleza a un miembro de la cofradía. No es lo suficientemente blanca, atractiva, apadrinada y, para colmo, es mujer. La saña con la que se le ataca, tanto dentro como fuera del Partido Nuevo Progresista, delata el sentimiento típico del rechazo por extracción social.
La nueva gobernadora arriba al puesto por los caminos misteriosos de la sorda lucha de poder que aborrece los vacíos y solo quiere seguir las reglas de juego cuando le conviene. Llega con la tara de imputaciones por acciones pasadas, algunas con fundamento, otras no tanto. Pero llega también con una oportunidad real de gobernar sin promesas que romper y de paso demostrar que no hay que pertenecer al círculo de los que se piensan mejores y con derecho divino y exclusivo a gobernar. Y de eso, en este País, no hay precedente. Y por eso vale la pena decir: gobernadora, quédese.